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ONCE DÍAS EN EL SÓTERO DEL RÍO. Carta de agradecimiento y despedida.

  • Marcela Abedrapo
  • 30 jul 2016
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 1 dic 2020


Quisiera dar las gracias por el excelente equipo de profesionales que trabajan en este hospital, acosado por la competencia desleal del libre mercado que disputa los pocos recursos que el Estado asigna al sector salud, y que más encima, se encarga de desprestigiar a través de su aparataje comunicacional.

Un excelente centro asistencial, enorme, pero que no tiene rincón libre, todo atestado de gente, no tiene espacios sin atochamientos. La recepción de urgencias es consabida como el infierno mismo. Y es que construido para la población del sector suroriente de Santiago, provincianas en aquel entonces, hoy atiende a siete comunas, dos de las cuales su crecimiento sostenido y sin planificación las ha convertido en las más densamente pobladas del país.

Puente Alto, el territorio que lo alberga, hace diez años tenía 300 mil habitantes, hoy supera con creces los 700 mil, cifras que se sospechan son muchísimo mayores, pero que no podrán ser corroboradas por los malogrados resultados del fraudulento censo 2012.

La Florida, por su parte, con más de 400 mil, aguarda esperanzada la entrega de su nuevo edificio público de salud, que se debate entre la vida y la muerte antes de nacer, pues concesionado a privados, nadie sabe qué intereses va a defender. Desazón, confusión. Su población convencida que su construcción y manejo sería en beneficio de todos, entristecida de a poco da cuenta del engaño.

Y mientras tanto, el Sótero, más atochado siempre que el día anterior, se hace cargo de las falencias centralizadas de administración. Con menos recursos asignados en proporción a la necesidad, mira minuto a minuto ojos desesperados que en algún mesón claman un poco de bienestar, “por favor que me duele”, “por favor que se puede morir”, “quien acompaño ya no aguanta más”, compasión, un minuto, prioridad, 20 horas, 40 días, “es que espero de urgencia atención varios años”, siempre será así si es que la enfermedad aunque crónica no está en el listado auge o de riesgo vital. Esperar, esperar, este hospital trata de funcionar siempre por sobre el límite de su capacidad. Si alguna tragedia inesperada sucede de repente, de esas que siempre están por llegar, los comunes, los "nadies", vuelven a esperar.

Me voy pensando que aquí dejo un lugar con identidad. Muchas gracias de verdad, por funcionar como sea, por decidir estar en esta vereda pudiendo optar por aquellos edificios de espejos. Por ahí una señora funcionaria contesta mal, ante cualquier pregunta ignorante de gente que no entiende cómo marcha este confuso sistema, pero aquello no logra empañar la entrega de cientos trabajadores de este hospital.

Gracias al equipo de urgencias del primer piso, que poco tiempo tienen para respirar; al señor enyesador por su cariño, y a quienes manejan las máquinas de rayos X y otros exámenes; a los guardias, hombres y mujeres dispuestos a correr el riesgo y recibir los insultos de la gente desesperada y cansada, a cambio de un mísero sueldo que entrega un subcontratador. Gracias por el “buenos días”, el “¿cómo se siente?”, por la sonrisa, por la buena voluntad.

La constitución dice “derecho al acceso a la salud”, lo mismo que a la vivienda o la educación, pero no dice en qué condiciones ni cuándo. No es, por tanto, un derecho. Muchos extraños fenómenos se pueden observar en un pasillo de un hospital, pero en este en particular, es como que el mundo estuviera desplegado en unos cuantos metros cuadrados. Si sabido es que la justicia siempre fue injusta, ¿Qué será que no se ve hasta que golpea la cara de frente? Me niego a pensar que la respuesta es el egoísmo humano. No puede ser esta la razón. Estás en la carnicería me dijeron. Efectivamente parece que es así. Hospitalizados en una silla, los pacientes pierden la paciencia. El horror de la televisión aquí es lo más normal del mundo. Se usan las camillas de las ambulancias sólo por protocolo porque la estadía en urgencias es sentados, camas para privilegiados. Parece sala de espera, pero esta es ya la hospitalización. Lo que se espera es una forma más digna de estar internados.

Los carniceros son personas de blanco o de verde si vienen de pabellón, muy elegantes y escasos. Los que le hacen el seguimiento a la carne antes de que se le apliquen cuchillos, no tienen acceso ni a la ley de la silla ni a estabilidad laboral. Los enfermeros y técnicos no descansan un segundo en la jornada, a pesar de carecer de contratos y de previsión social. Falta personal, faltan camas. Después de tanto horror la injusticia es naturalizada. ¿Por qué será que cuando muestran en la televisión parece excepcional y lo normal la realidad de un puñadito de chilenos? Una persona cae en mitad de los estacionamientos, no hay camilla para trasladarlo, habrá que esperar, examinarlo por ahí por mientras. Se preparan dos enfermaras con guantes y un par de implementos, los otros, los de la sala, ahora se atochan más por la demora.

Con tanta espera siento que el cerebro se me seca. Está seco el aire. Poco oxígeno, los que lo necesitan lo tienen en mascarillas. Un señor se indigna, reclama. No es posible que a su padre lo dejen en una silla en el estado grave en que se encuentra. Respuesta: todos los pacientes que están aquí sentados están hospitalizados y están graves. Así funciona. Lloro. Tanta dignidad en este régimen de mierda me quebró.

Pasa el milagro. Al tercer día me han trasladado. Arriba en urgencias de segundo piso, la continuación del primer sector, pero con camas. La señora Normita con la cadera quebrada, esperando varios días el electrocardiograma. La de la cama de al lado, con un infarto cerebral, la trata siempre de alegrar. Un poco más allá tres señoras muy alegres, muy lindas, un tanto confundidas con su diagnóstico inicial, el refugio en las creencias es un antídoto opcional. En la cama de mi lado una señora acompañada de su hija trataba de contener una hemorragia de sangre que brotaba por las narices, siete días de hospitalización, el alta fue una gran celebración. Separados por un biombo, con supuesta privacidad, dos hombres, uno mayor y uno más joven esperan lo mismo que yo. El equipo traumatólogo de “hombro” debe hacer la evaluación. Uno con fractura de húmero y el otro clavícula quebrada en cuatro partes. No hay horas ni listado de operación. Los médicos con técnica, la ciencia explican mientras los supervisores de los pabellones tratan de magia hacer. En el camino la información se diluye, nadie sabe qué es lo que se discute.

En mi primera cama un cuadradito de ventana me abre al mundo, el mundo entrando despacito transitaba con las micros, se paseaba con el metro. Me trasladan a especialidad.

La segunda pieza es distinta. Echo de menos mi sitio. Todas las señoras con problemas a los huesos, esperando exámenes y fechas de operación. Accidentes, trabajo excesivo, cuentas que pasa la vida. Siendo todas mayores son niñas, están cansadas, sienten molestias, dolores y sonríen, siempre sonríen.

Volví un día a mi antiguo espacio. La pieza estaba llena, mi lugar ocupado. Una hermosa mujer de ojos muy abiertos, no sé si lograba ver. Un punto fijo era el objetivo de su vista. La luz le iluminaba la cara, a lo mejor la hermosa ventana lograba darle un poco de alegría. Ya no quise que me volvieran para allá, deseé que las luces de colores del metro de la tarde reflejaran en su cuerpo hermoso que no puede mover.

Me voy acostumbrando, tengo un nuevo parecer. Mi rincón nuevo es agradable, mis vecinas buenas gentes. Al frente mío, la señora Clara, 79 años, mujer sabia, alegría desbordante, es la que sin mandar comanda. A su lado Bellaluz, la arañita que teje para sus nietos, que fumó desde los diez años, vida de esfuerzo, columna destrozada, no deja de pensar como se alimentarán las cerca de 30 bocas a las que da de comer. Menuda, linda, la misma edad de mi madre. Admiración e impotencia de verla no correspondida. Vi mis años futuros reflejados en ella. Silvia, su marido y su hija, gustosos de conversaciones profundas y tremendamente solidarios, esperanzados en un mundo que puede cambiar. María, buena lectora, fuerte como un roble, a veces el viento logra quebrar alguna rama, pero ella, aunque sea postrada casi un mes, sigue en pie. Cuando Clara se fue la reemplazó una señora también mayor, trasladada de la clínica Tabancura. El sistema público se hizo cargo de lo que no pudo resolver el privado y todos sus lujos.

En la última ubicación muchas transiciones, casos diversos y otros muy graves a los que se les busca rápida solución, por ahí entremedio extirpación de un tumor en la glándula pituitaria. Ahí se quedó una linda señora, segunda internación, el mismo problema, infección de la herida anterior, esperar urgente una operación. Sus penas las tragaba y le costaba expresar. Probablemente estaba mejor en esa cama que en su casa. Así las vidas intersectadas en puntos que confluyen más curvas que rectas, en direcciones siempre opuestas. Un hola, buenas tardes, compartir, soñar juntas, un hasta luego y cada tren de nuevo por su carril.

A la 1 am. un traslado, quien lo realiza no tiene tino, ríe a carcajadas. Señora María, fractura de Femur y el dolor, la rabia, la incomprensión. Desorientada y rebelde más o menos sabe donde está. Gracias Maribel por tratar de darle a la abuelita de 95 años un mejor pasar, aunque no quería los cables de las vías, de alguna forma había que aliviar ese dolor. Gracias a todos los equipos de especialidades II, a la buena voluntad de las auxiliares de aseo y traslados; a la sonrisa de quienes todos los días llevaban la comida, que salvo excepciones, era muy rica; a los cocineros que no vi, pero que admiré por su resistencia a la terciarización; a las guardias del piso, generosas, cansadas y amables. Gracias a los médicos especialistas, que aunque a veces faltaba que dieran algún saludo, se les admira porque con cada operación demuestran que ninguna clínica privada logra superar el profesionalismo de doctores comprometidos con la ética. Gracias a los enfermeros y en especial a los técnicos en enfermería. Nombrarlos a todos sería imposible porque tampoco sé sus nombres, pero a través de la abnegación de Erwin y Cristian, del cariño de Gisela y Eyleen, de la alegría reponedora de Richard, decirles a todos los trabajadores del Sótero del Río: muchas gracias, porque con ustedes se defiende la salud pública, esa que ha sido negada y vilipendiada, esa que mañana será defendida por Chile como un derecho de todos.

Sé que puede ser complejo, pero si es que existiera el contacto con alguno de estos pacientes me gustaría que pudiera llegarles esta carta, que la conocieran todos los funcionarios del hospital y que se sepa que, quienes aquí se mencionan, se merecen todo el reconocimiento en sus respectivos lugares de trabajo y, que al menos, ya lo tienen de quienes estuvimos de paso por aquí.

Marcela Abedrapo Iglesias.

(Hospitalizada entre el 18 y el 29 de agosto en Especialidades II, 2° piso).

Carta para OIRS, del 31 de agosto del 2013.

 
 
 

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